Las "alamedas de la historia" , aquellas que mencionaba Salvador Allende, ¿serán como estas del camino a la Colonia Juliá y Echarren? Por aquí habrá andado el "pampa" Ferreyra...
Ferreyra, el indio anarquista.
La generosidad del pensador y ensayista Guillermo David nos permite incluir aquí parte de uno de sus trabajos más recientes, que se relaciona con Río Colorado. Lo citamos:
“Una de las cuestiones más debatidas al considerar casos como los de Ceferino Namuncurá es la de la difícil, si no imposible decisión que afronta la víctima: la de tomar otras derivas frente a los hechos, que parecen no ofrecer muchas opciones. Se da por supuesto que un niño apropiado no podría haber hecho otra cosa más que aceptar supinamente la opresión. Pero en medio de las más atroces catástrofes a menudo resplandecen ciertos personajes cuyas vidas permiten matizar las derivas de la historia, que, post factum, suele ser considerada una fatalidad sin alternativas posibles.
El caso del pampa Ferreyra es uno de ellos. En su libro Gentes del Colorado – Los Burnichón y su tiempo (Bahía Blanca, 1982) José Antonio Otero, médico comunista de vasta actuación en la zona, refiere que conoció a Juana Díaz de Ferreyra cuando “era una tejedora indígena que pasaba los cien años de edad”. Es la suya una historia similar a la de Rosario Burgos, la madre de Ceferino, con quien probablemente haya tenido contacto. Pues como ella, habiendo sido cautiva de niña en épocas de Calfucurá, Juana fue criada en Chimpay en los toldos de Namuncurá. Según su testimonio, fue llevada al centro de la Provincia de Buenos Aires durante un malón y entregada a la tribu de Catriel, en cuyas tolderías vivió muchos años.
/…/ según sus palabras, Juana Díaz “pasó como cautiva por varias manos, y también por huincas”. En algún momento de su periplo como esclava consiguió establecerse y formar familia con el hijo del cacique catrielero Pichihuinca que tomó su nombre de Juan Ferreyra, famoso baquiano del ejército, quien le salvó la vida en una ocasión. Fallecido su hombre retornó a los toldos de Namuncurá en Chimpay” /… /sucedida la derrota a manos del ejército roquista comenzó la diáspora.
Su hijo, Pedro Ferreyra, apodado también “el pampa”, era un tapecito taciturno que, como Ceferino, fue arrancado de su hogar en Chimpay y llevado por los vencedores de su tribu a Buenos Aires, donde ingresó como peón al servicio de un establecimiento religioso. A diferencia de aquel, que por ser hijo de un gran cacique tuvo el privilegio de ingresar en el Colegio Pío IX, a Ferreyra solo le cupo un modesto empleo doméstico. Pero el joven, astuto e inquieto, que según los testimonios al igual que el futuro beato rápidamente se ganó la confianza de los religiosos, a diferencia de aquel no se dejó conquistar: en su fuero íntimo se mantuvo alerta, preservando bajo un semblante de docilidad la rebeldía natural originaria. Esa disposición anímica haría eclosión una tarde en que alguien le acercó subrepticiamente unos impresos en los que deletreó por primera vez la palabra “bóer”; la prensa anarquista circulaba como un virus, como una orden secreta presta a activarse en el momento indicado.”
Con estas palabras David nos introduce en la vida de Ferreyra, rica en azares y entreveros.
La generosidad del pensador y ensayista Guillermo David nos permite incluir aquí parte de uno de sus trabajos más recientes, que se relaciona con Río Colorado. Lo citamos:
“Una de las cuestiones más debatidas al considerar casos como los de Ceferino Namuncurá es la de la difícil, si no imposible decisión que afronta la víctima: la de tomar otras derivas frente a los hechos, que parecen no ofrecer muchas opciones. Se da por supuesto que un niño apropiado no podría haber hecho otra cosa más que aceptar supinamente la opresión. Pero en medio de las más atroces catástrofes a menudo resplandecen ciertos personajes cuyas vidas permiten matizar las derivas de la historia, que, post factum, suele ser considerada una fatalidad sin alternativas posibles.
El caso del pampa Ferreyra es uno de ellos. En su libro Gentes del Colorado – Los Burnichón y su tiempo (Bahía Blanca, 1982) José Antonio Otero, médico comunista de vasta actuación en la zona, refiere que conoció a Juana Díaz de Ferreyra cuando “era una tejedora indígena que pasaba los cien años de edad”. Es la suya una historia similar a la de Rosario Burgos, la madre de Ceferino, con quien probablemente haya tenido contacto. Pues como ella, habiendo sido cautiva de niña en épocas de Calfucurá, Juana fue criada en Chimpay en los toldos de Namuncurá. Según su testimonio, fue llevada al centro de la Provincia de Buenos Aires durante un malón y entregada a la tribu de Catriel, en cuyas tolderías vivió muchos años.
/…/ según sus palabras, Juana Díaz “pasó como cautiva por varias manos, y también por huincas”. En algún momento de su periplo como esclava consiguió establecerse y formar familia con el hijo del cacique catrielero Pichihuinca que tomó su nombre de Juan Ferreyra, famoso baquiano del ejército, quien le salvó la vida en una ocasión. Fallecido su hombre retornó a los toldos de Namuncurá en Chimpay” /… /sucedida la derrota a manos del ejército roquista comenzó la diáspora.
Su hijo, Pedro Ferreyra, apodado también “el pampa”, era un tapecito taciturno que, como Ceferino, fue arrancado de su hogar en Chimpay y llevado por los vencedores de su tribu a Buenos Aires, donde ingresó como peón al servicio de un establecimiento religioso. A diferencia de aquel, que por ser hijo de un gran cacique tuvo el privilegio de ingresar en el Colegio Pío IX, a Ferreyra solo le cupo un modesto empleo doméstico. Pero el joven, astuto e inquieto, que según los testimonios al igual que el futuro beato rápidamente se ganó la confianza de los religiosos, a diferencia de aquel no se dejó conquistar: en su fuero íntimo se mantuvo alerta, preservando bajo un semblante de docilidad la rebeldía natural originaria. Esa disposición anímica haría eclosión una tarde en que alguien le acercó subrepticiamente unos impresos en los que deletreó por primera vez la palabra “bóer”; la prensa anarquista circulaba como un virus, como una orden secreta presta a activarse en el momento indicado.”
Con estas palabras David nos introduce en la vida de Ferreyra, rica en azares y entreveros.
Después de esa lectura clandestina, ¿qué fue de la vida del “indio anarquista”? Adhirió a la causa de los republicanos bóer contra el imperio inglés; decidido a pelear junto a ellos, se fue de polizón a Sudáfrica, en un barco que cargaba acémilas destinadas al frente. Me divierte pensar que habrá sido uno de esos transportes de mulas enviadas para el ejército imperial desde las estancias inglesas de la Patagonia; sin saberlo, llevaban gratis al enemigo.
Las condiciones eran desfavorables para los granjeros boers: los ingleses movieron casi medio millón de hombres contra aquellos 35.000 voluntarios, y anticipando las tácticas de los yanquis en Vietnam, hicieron tierra arrasada de las pequeñas ciudades, granjas, casas y cultivos de sus adversarios, a los que mataron a mansalva. Algún cuento de Kipling recuerda estos crímenes de guerra. En aquella misma contienda, observa David, estuvieron alistados Winston Churchill como oficial imperial y Mahatma Gandhi como camillero.
De resultas de una herida engangrenada, Ferreyra perdió allí una pierna. Fue luego a dar con sus huesos en Italia, donde sólo consiguió trabajo como matón de la mafia. Era hombre de coraje, apto para enfrentamientos mortales. Pero añoraba sus pampas y su libertad; cuando lo enviaron a Dinamarca para realizar un asesinato, aprovechó para evadirse hacia América.
Anduvo matrereando por Corrientes y Entre Ríos, y al fin volvió a Río Colorado, donde vivía su mamá, tejedora y curadora. Don Lorenzo Juliá, fundador de la Colonia, le brindó lugar y trabajo como cocinero en sus tierras.
De nuevo sigamos el texto de Guillermo David: “Ferreyra solía relatar en magnífica forma toda la experiencia de las etapas cumplidas en su vida” –referirá Juliá a Otero. /…/ “tenía una gran capacidad para predecir el tiempo, los vientos, las lluvias y las tormentas captando, de los animales y las plantas, signos que lo orientaban ante el asombro de quienes lo rodeaban.” /…/ Según testimonio de Graciela, hija de Lorenzo Juliá, su conocimiento de los misterios de la naturaleza y el alma humana alcanzaban ribetes sobrenaturales. Por ejemplo, cuando llegaba una visita a la chacra, él miraba el vuelo de los pájaros y de ese modo conocía el carácter del visitante, si había que confiar en él o no, etc. Asimismo, un verano tórrido, cuando la cosecha de peras ya estaba madura, sin que nada lo anunciara vaticinó una helada mortal que quemó los frutales.”
Ferreyra estuvo junto a los Juliá hasta su muerte, acaecida a los 90 años de edad. Su trayectoria es, a juicio del autor que estamos citando, una demostración de la existencia de otros caminos para las víctimas, que no pasaban necesariamente por la sumisión.
A fin de año podremos leer este trabajo de Guillermo David, junto a otros igualmente significativos, en su libro “La tierra del diablo” que será publicado por Ediciones Las Cuarenta. Ya lo estamos esperando.
De resultas de una herida engangrenada, Ferreyra perdió allí una pierna. Fue luego a dar con sus huesos en Italia, donde sólo consiguió trabajo como matón de la mafia. Era hombre de coraje, apto para enfrentamientos mortales. Pero añoraba sus pampas y su libertad; cuando lo enviaron a Dinamarca para realizar un asesinato, aprovechó para evadirse hacia América.
Anduvo matrereando por Corrientes y Entre Ríos, y al fin volvió a Río Colorado, donde vivía su mamá, tejedora y curadora. Don Lorenzo Juliá, fundador de la Colonia, le brindó lugar y trabajo como cocinero en sus tierras.
De nuevo sigamos el texto de Guillermo David: “Ferreyra solía relatar en magnífica forma toda la experiencia de las etapas cumplidas en su vida” –referirá Juliá a Otero. /…/ “tenía una gran capacidad para predecir el tiempo, los vientos, las lluvias y las tormentas captando, de los animales y las plantas, signos que lo orientaban ante el asombro de quienes lo rodeaban.” /…/ Según testimonio de Graciela, hija de Lorenzo Juliá, su conocimiento de los misterios de la naturaleza y el alma humana alcanzaban ribetes sobrenaturales. Por ejemplo, cuando llegaba una visita a la chacra, él miraba el vuelo de los pájaros y de ese modo conocía el carácter del visitante, si había que confiar en él o no, etc. Asimismo, un verano tórrido, cuando la cosecha de peras ya estaba madura, sin que nada lo anunciara vaticinó una helada mortal que quemó los frutales.”
Ferreyra estuvo junto a los Juliá hasta su muerte, acaecida a los 90 años de edad. Su trayectoria es, a juicio del autor que estamos citando, una demostración de la existencia de otros caminos para las víctimas, que no pasaban necesariamente por la sumisión.
A fin de año podremos leer este trabajo de Guillermo David, junto a otros igualmente significativos, en su libro “La tierra del diablo” que será publicado por Ediciones Las Cuarenta. Ya lo estamos esperando.