sábado, 29 de noviembre de 2008

Pichón Sorbellini, la callada resistencia



Pichón con su nietita en brazos. Foto cortesía de su familia.



Santos de ninguna iglesia: Máximo “Pichón” Sorbellini y la callada resistencia

En las brujas decididamente no creo – salvo se trate de aquellas creíbles mujeres sabias, que eran perseguidas por saber demasiado. Pero en los santos, sí. No los santos tradicionales, sino mujeres y hombres muy de este mundo, racionales y terrenales, límpidos, solidarios, entregados, mujeres y hombres a quienes he conocido. Son santos porque son justos y porque sin renuncios defienden la libertad.


Varios no son de este poblado; haré su semblanza por ahí. De ellos recuerdo a don Vicente Beltrán, anarquista fundador y rector de la universidad paralela de los pasillos de Bahía Blanca; a Jaime de Nevares, que fue santo a pesar de la iglesia; y a varias personas felizmente vivientes, entre ellas Osvaldo Bayer. Pero hay uno que tiene que estar aquí, en la historia “menor” de Río Colorado: Máximo “Pichón” Sorbellini.


Lo obvio sería decir que Pichón era carnicero. Para los trámites, él mismo se definía como tal: “matarife carnicero”. Eso sí: practicaba su oficio como un arte. Elegía los animales mejores en el campo, los sacrificaba y despostaba, y vendía los cortes en su local (foto), que además de carnicería era mercadito. Se recordará también que fabricaba los mejores chorizos aquí conocidos. Cuando uno invitaba a un asado, decir que la carne era comprada en lo de Pichón constituía un certificado de calidad. Alguna vez él mismo me explicó su idea acerca del trabajo que realizaba: "Si le vendo algo a usted, es para que puedan pasar un momento bueno con su gente. Imagínese qué malo sería si por culpa del carnicero se le arruina una reunión con la familia o con los amigos."


Hasta allí lo visible. Otras características de su persona sin estar ocultas podían permanecer inadvertidas, porque Pichón, a pesar de ser hombre corpulento y fuerte, no se hacía notar. Nunca lo escuché levantar la voz, ni lo vi anteponerse a otro.


Pude apreciar personalmente algunos de esos rasgos menos visibles. Por ejemplo, la solidaridad cotidiana. Yo iba casi todos los días a su carnicería (por entonces estábamos criando a cinco hijos chiquitos); solía observar que algunas personas muy humildes (entre ellas el linyera del pueblo) aparecían discretamente, traspasando apenas la puerta, y allí esperaban. Pichón buscaba bajo el mostrador o en la heladera y sacaba una bolsita ya preparada, supongo que con algunos pedazos de carne; y se la entregaba muy discretamente al interesado, diciendo cuanto más “acá está lo suyo”. Me llamaba la atención que utilizara esta última expresión. A veces, como que pedía disculpas “todavía no tengo lo suyo; si puede pasar dentro de un ratito…”


En tiempos de la tiranía militar yo había conseguido trabajo en un banco. Pichón era cliente allí, y yo sabía que no era un hombre rico; sólo tenía su capital de trabajo. En su vida no había lujos; no tenía auto nuevo, y no parecía pendiente de los bienes materiales. Transmitía una sensación de ascetismo, como de quien vive satisfecho con tener lo necesario.


Otro recuerdo imborrable data de la hiperinflación de 1989.


Por esos días la mayor parte de los negocios habían dejado de “dar fiado”, porque los precios aumentaban de un día para el otro. Por entonces yo era fumador, y recuerdo haber pagado atados de cigarrillos al precio de la lista que manejaba el comerciante, y no al que traían en la etiqueta, porque este último databa de algunos días atrás. Nuestros sueldos se habían desvalorizado brutalmente, y no teníamos ahorros como para afrontar la contingencia. Hasta entonces era costumbre sacar la carne a cuenta en lo de Pichón, pero comprendiendo que quizás él también suspendiera esa práctica, en una de esas mañanas le pregunté qué pensaba hacer.


Con tono tranquilo me dijo:


- Mire Ramón, mantengo este negocio gracias a los clientes que me compran todos los días. Ellos me vienen acompañando a mí; y yo los voy a acompañar a ellos. Si nos fundimos, nos fundiremos juntos.



Hay un apólogo chino que narra un ejemplo parecido. Ocurre una hambruna, y los vecinos de un estudioso vienen a pedir algo de arroz, porque de no conseguirlo, ese día morirían de inanición. Cuando la mujer consulta al dueño de casa, este dispone que se les dé ese arroz que han solicitado. “Pero a nosotros sólo nos queda para dos días” dice ella. “Preferible morir juntos mañana, que solos pasado mañana” contesta él. Quizás esta historia esté narrada en alguno de los libros de Chen Cheng. Yo la escuché a la vuelta de casa y no hace tanto tiempo; y la pude ver puesta en práctica.




Ahora bien, la gran sorpresa para algunos conocidos de Pichón, y aún para sus propios familiares, ocurrió después de su muerte, el 24 de mayo de 2006 (con sólo 64 años de edad).



Aparecieron a saludar a su viuda y a sus hijos algunas personas con las que no sabían que Pichón hubiera estado relacionado. Sus evocaciones eran más o menos similares: “Cuando me querían meter preso en el ’78 por mi actividad gremial, Pichón me mantuvo escondido en el campo hasta que pude irme”; “Pichón protegió a un compañero que necesitaba irse de aquí; le dio plata y le consiguió transporte en el camión de otro amigo”… Así se vino a saber que nuestro carnicero había sido un integrante diligente y silencioso de una resistencia de la que pocas veces se ha hablado. Para más, su familia vino a enterarse de que había sido afiliado al Partido Comunista. Supieron también que una parte importante de sus ingresos había estado destinada a ayudar a camaradas y perseguidos; y que sus propiedades no alcanzaban ya a compensar sus deudas. Pero era mucho más, y de otra índole, lo que Pichón les dejaba y nos dejaba como herencia.


Estos eran datos sorprendentes a primera vista. Pero cuando pensamos en lo que ya conocíamos de su manera de ser, entendimos que esos actos de heroísmo callado compaginaban con su temperamento de hombre decidido, silencioso y con el corazón bien puesto. Me comenta un familiar suyo "Era de esos tipos buenos que no se hacen notar."


Me cuentan que en su vida de entrecasa Pichón no desdecía de estas cualidades. Mientras que en el negocio no hablaba de temas de actualidad o de política, sí lo hacía en la mesa familiar. En la familia se respiraba un ambiente de entera libertad de opinión, con un padre y una madre que permanentemente los estaban estimulando “para que cada uno pensara por sí mismo”, me dice Rosalía, su hija.


Algunas informaciones para su biografía: había nacido en Río Colorado, el 30 de marzo de 1942. Su papá era un inmigrante italiano con ideas de izquierda, y a él debió Pichón su temprana afiliación al Partido.


Ateo irreductible, así se mantuvo hasta el último día. Y los suyos respetaron sus convicciones, con un sepelio en el que no hubo acto religioso alguno.


“La muerte de papá fue también una historia de silencio” comenta Rosalía. Ya fallecido, encontraron guardados los medicamentos que le habían recetado, intactos. Había decidido evitar tratamientos para el cáncer que consideraba innecesarios y mortificantes. Pasó serenamente los últimos meses, y murió en calma y sin estridencias, como había vivido.


Por todos estos motivos Pichón es para mí uno de esos santos de ninguna iglesia que hacen más respirable el aire y más habitable el mundo. Una tradición sufí habla de los diez justos que viven en cada época, y gracias a quienes la humanidad no es destruída. Una poesía de Borges la evoca. Para mí, Pichón ha sido uno de esos diez. Me gustaría que haya una calle o plaza de Río Colorado que lleve su nombre, antes que el de algún dudoso prócer.






1 comentario:

Aulaciudad dijo...

Admirable. Que gran entereza humana. Te felicito por este nuevo blog.