martes, 18 de noviembre de 2008

El ríocoloradazo y los extraños niveles de las veredas


En la foto: la vereda y la calzada en la esquina de Sarmiento y Echeverría.
Se puede apreciar el marcado desnivel entre ambas.


El “ríocoloradazo” de 1972
…y por qué hay veredas a un metro de altura sobre la calle.

Parece que hay algo en la memoria social que tiende a evitar el recuerdo de momentos conflictivos; quizás porque de ese modo se evita reabrir viejas cicatrices y revivir enfrentamientos.

Quién sabe si esto es lo mejor para la salud mental de una comunidad. Este cronista prefiere apostar por la memoria ejercida con inteligencia como camino hacia la curación. Memoria inteligente, que no se queda en la anécdota, ni se deleita en juzgar personas, sino que apunta a descubrir qué nos pasó, qué hicimos o dejamos de hacer como conjunto, y como fracciones del conjunto.

En este sentido y con esta intención, creemos necesario volver sobre los tiempos de la dictadura militar, de las personas desaparecidas, o sobre el doble crimen de Sorbellini y Lagunas, o sobre las puebladas de este pueblo; y hacerlo con esta vocación de auto conocimiento de una sociedad.

Hoy contaré una de las puebladas, la que se produjo entre agosto y setiembre de 1972, y que fue llamada el “riocoloradazo”. No fue la única ni la última. Al menos en mi tiempo de vida transcurrido acá, logro identificar otras dos movilizaciones sociales similares, en 1984 y en 2002.

Por esos tiempos, teníamos presidentes militares. Entre 1966 y 1970 lo había sido el omnímodo Juan Carlos Onganía. Entre junio de 1970 y marzo 1971, estuvo Roberto Marcelo Levingston, un militar de “inteligencia”. Una buena mañana nos informaron que este general de voz bronca, recién llegado de Washington, era el primer mandatario; nos lo habían elegido los tres comandantes de las fuerzas armadas.

Onganía había querido postergar la política hasta décadas después (él calculaba unos cuarenta años, como Franco; se iba a tomar su tiempo); pero lo tumbaron los cordobazos y sus pares de armas acaudillados por el general Lanusse. Levingston acariciaba la ilusión de formar una fuerza política que lo respaldara, a él y a su grupo de afinidad, para ser votado por el pueblo en algún futuro. Soñaba con captar las aguas del proscripto peronismo para su molino. En su grupo había algunas personas del sector llamado nacional y popular – tal el caso de Aldo Ferrer, que orientó una política económica de recuperación y desarrollo. Otro cordobazo, y otra intervención de Lanusse, lo derribaron a este general (a quien el ingenio popular había apodado “Pepitito” por su parecido con un payaso que representaba el gran actor cómico José Marrone). Finalmente Alejandro Agustín Lanusse, el último presidente de aquel ciclo de facto, llamó a elecciones. Hubo un partido oficialista, pero no llegó muy lejos.

Onganía había colocado al frente del gobierno de la provincia de Río Negro en setiembre de 1969 al general Roberto Vicente Requeijo. Este hombre comenzó a instalar una imagen de eficacia, como gestor de obras que ponían fin a las postergaciones de la provincia. Hacer las cosas, mal o bien, pero pronto, parecía ser su consigna. Requeijo iba ganando simpatías para un proyecto de más largo aliento. Aspiraba a encabezar una fuerza política que lo ungiera como gobernador electo. Su nombre quedó vinculado al acueducto Pomona – San Antonio Oeste, que a pesar de sus fallas de construcción comenzó a resolver la crónica carencia de agua de la ciudad atlántica. Y en cada pueblo, edificios escolares, dependencias públicas, algún centro cultural, eran inaugurados por el general gobernador.

Buscando incorporar reclutas de cierto arraigo popular, Requeijo sumó a su gabinete a varias figuras, entre ellas el que fue su Ministro de Gobierno, un hombre de Río Colorado: Raúl Elizaga. Don Raúl, figura del justicialismo, fue intendente del pueblo, designado por el general Requeijo, y también él se hizo imagen de hombre que resolvía las cosas. Bajo esa administración municipal y provincial se construyó la planta potabilizadora (que produce agua con un alto costo, cosa que quizás no se supo prever entonces). Más de una persona que actuaba en la política lugareña siguió la bandera de Requeijo, justificando su cambio de filas en que este hombre realizaba obras concretas, sin tanta prédica “política”.

Un rasgo del dinamismo exhibido por Requeijo era su frecuente visita a las localidades. En un momento de 1971 vino a Río Colorado acompañado por Elizaga, ya su ministro. Y entonces, en presencia de los periodistas y de varios vecinos que habían acudido al besamanos de rigor, le dijo a su colaborador: “Señor Ministro, la próxima vez que venga a Río Colorado quiero pisar asfalto.” Aplausos. Y consiguiente apuro de los funcionarios.

Las calles del pueblo eran hasta entonces todas de tierra enripiada. Seguían una pendiente natural hacia el río, de modo tal que al poco rato de haber llovido, el escurrimiento del agua por gravedad dejaba al pueblo transitable otra vez. El conductor de la máquina comunal (una motoniveladora) aprovechaba el estado de humedad de las calles, para darles una emparejada y dejarlas hechas un billar. Por ese motivo lo habían bautizado “Arco Iris” – salía apenas estaba terminando la lluvia.

Atento a las instrucciones del jefe, el ministro aceleró la confección de pliegos y el llamado a licitación. Y un buen día de 1972 aparecieron las máquinas en Río Colorado.

Y comenzaron a socavar. Y a socavar. Y siguieron socavando. En algunas calles, los vecinos extrañados observaban que el nivel de la calzada iba a descender más de un metro por debajo del que entonces existía. “Sin moverme de la vidriera de mi local, veo el techo de la excavadora” contaba uno a quien conocí de cerca. Los que vivían sobre las calles afectadas pensaban con temor en la posibilidad de que sus casas se derrumbaran, pues quedaban con parte de sus cimientos prácticamente al aire.

La inquietud llevó a los vecinos a acercarse a la Municipalidad para saber qué pasaba. No les dieron mayores explicaciones. Tan sólo se les decía que los niveles estaban marcados así en los planos, para garantizar el desagote de las lluvias. Y se acabó.
(En realidad, sabemos ahora que hubo un error en quien debía interpretar los planos: tomó como cota de referencia la altura del puente viejo, más bajo, en lugar de la del puente nuevo, bastante más alto.)

Lo cierto es que llegado a este punto, entraba en contradicción el saber tradicional y la experiencia diaria de los habitantes, con el saber (si lo era) de los técnicos e ingenieros, respaldado por los funcionarios.

Ese saber técnico – funcionarial dominante respondía al modelo nacional, inspirado en modelos europeos como el franquismo. En fin, que si el técnico lo decía y el general más cercano le ponía el sello, había que hacerlo.

En el caso de Río Colorado, el común veía que no hacía falta semejante movimiento de tierras, con riesgo de lo existente en el pueblo, para que el agua escurriera. Y comenzaron las conversaciones, cada vez más encendidas, entre los habitantes – digo así, porque en ese tiempo no se utilizaba el concepto de “ciudadano”; éramos todos “población”, y así lo establecía la Ley de Movilización sancionada por Onganía en 1968.

Nadie respondía a la demanda de los pobladores. Los más preocupados eran los que tenían sus casas y negocios sobre las calles céntricas Yrigoyen, Sarmiento y Belgrano – las más hundidas con los nuevos niveles que se iba a dar al pavimento. El intendente nuevo, René Casales (colocado en ese puesto por el General Requeijo, aconsejado por el anterior intendente y ahora Ministro) era hombre de pocas pulgas. Quizás haya pensado que los reclamos respondían a alguna conspiración de opositores encubiertos. Téngase en cuenta que ya se habían producido el Cordobazo (mayo de 1969), el Viborazo (marzo de 1971), el Rosariazo (mayo y junio de 1969), el Cipollettazo (1969); el Barilochazo (1970); y poco faltaba para el Rocazo de 1972. Las instituciones básicas de la Argentina eran el gobierno no representativo y la rebelión, alternados a modo de sístole y diástole. Quizás en tiempos más recientes, en el 2001, este esquema básico no había cambiado mucho.

De las conversaciones en la calle o en el mostrador de algún negocio, se pasó a la reunión masiva. Personas jóvenes de clase media impulsaron el movimiento.

Téngase en cuenta que en aquellos tiempos, como antes de ellos, y como después (hasta 1984) era habitual vivir bajo “estado de sitio”. Una figura "institucional" militaroide que suponía la prohibición de reuniones públicas, de encuentros de más de dos personas (no era raro que en la calle un policía invitara a disolver la reunión, cuando varios muchachos se entusiasmaban y se ponían a debatir algún tema), la suspensión de las garantías de la libertad personal o de movimiento y residencia…

Pese a esta restricción, un montón de pobladores se reunió en el cine Capitol, cuyo salón ya no existe hoy. Hubo una encendida deliberación. Los docentes, que ya habían organizado un fuerte movimiento gremial pese a la clandestinidad, llevaron la voz cantante. Finalmente se impuso una opción relativamente moderada: presentarle un petitorio firmado al intendente.
En nuestros tiempos, esto es cosa de nada. Pero para aquellos funcionarios, la situación era calificable como netamente subversiva. Fuenteovejuna estaba en plena agitación.

Cuando se juntó una muchedumbre en la Plaza San Martín, frente al Municipio, el Intendente salió con ánimo de reprenderlos y enviarlos a sus casas. Algunos manifestantes se acercaron al hombre por las buenas, para entregarle el petitorio. Y él no tuvo mejor idea que rasgar el pliego a la vista de todos, por inaceptable: "Esto hago yo con los reclamos" dijo mientras rompía el papel.

Ardió Troya. Los manifestantes comenzaron a demandarle que dejara su cargo. El intendente les replicó que ya había presentado su renuncia. Alguien de la multitud dijo en voz muy alta “las verdaderas renuncias son indeclinables, señor”. Prudentemente, y por sentirse en inferioridad de condiciones, la policía no intervino. Las experiencias previas a partir del Rosariazo de 1969, habían sido aleccionadoras en este sentido.

Para la noche de esa jornada, ya no había más intendente. Y llegaron instrucciones de la Provincia para detener la obra del pavimento urbano.

Era tarde ya para enmendar algunos yerros. Aunque se rellenó un poco el agujero hecho por las máquinas, las veredas de las calles Yrigoyen, Belgrano y Sarmiento en sus cuadras céntricas, , quedaron a un metro de altura sobre las respectivas calzadas. Pero en el resto del pueblo, la orden fue hacer el nuevo pavimento sobre los niveles ya existentes. Tardía sensatez. Es decir que el “ríocoloradazo” no resolvió del todo ese dislate ingenieril, pero al menos evitó que fuera mucho más grave.

Hasta hoy, cuando llueve con cierta intensidad, la zona de que hablamos se inunda. Fue necesario luego instalar un costoso sistema de desagües pluviales, que como trabaja contra natura (quiero decir que contradice la gravitación y las pendientes naturales) es costoso por el consumo eléctrico de las enormes bombas de desagote que funcionan en una planta especial cercana al río, pegada al Hospital.

Se bisbisea el nombre de algún responsable, pero vaya uno a saber. Nos dicen que el ingeniero Fulano leyó mal los planos. O que Mengano tomó mal los niveles... Nos quedamos sin identificar ni sancionar al responsable. Como con la deuda externa nacional, o con tantas otras cositas.

El ríocoloradazo no es muy recordado. Lo que informamos está tomado de varios relatos de personas memoriosas.

Este cronista considera que fue un caso destacable de resistencia social contra la tecnocracia del onganiato y sus sucesores. No fue poco mérito llevar a cabo esta acción, en un pueblo chico y bajo un gobierno que disponía de gran poder represivo.




Crónica: Ramón Minieri. Elaborada a partir de narraciones de participantes y memorias propias.

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